Con la oración dejamos que nuestro ser sea transformado por la Vida, dando el fruto del Espíritu: amar con el Amor mismo que es nuestro Dios. Nuestra voluntad se abre sin condiciones a la energía del Espíritu Santo. La oración personal no es suficiente, sino que la comunión con el Espíritu Santo nos pone inmediatamente en relación con los otros y con el mundo. Conlleva un carácter de integridad en la naturaleza humana, pues el amor se debe de hacer vida en todos y cada uno de los hombres. Este divino poder transformante que penetra toda naturaleza y que resume el misterio de la liturgia vivida la Iglesia lo llama: qeosiς o deificación. Es en definitiva una participación de la naturaleza divina que se adquiere mediante el Bautismo y el Sello del don del Espíritu Santo (cf. 2 P 1,4). En definitiva, la vivencia de la liturgia en su sentido más genuino nos lleva a cada cristiano a la divinización, es decir, a una misteriosa sinergia entre nuestra naturaleza y la del Espíritu Santo.
Entrar del misterio de Jesús implica participar asiduamente en su Humanidad. El bautismo como revestimiento de Cristo debe de entretejer toda nuestra vida. Nuestra participación ontológica y espiritual en Cristo se hace mediante su Cuerpo místico, pues nosotros participamos de ese cuerpo que es la Iglesia y Cristo es la Cabeza. La Humanidad de Cristo es nueva porque es santa, pues no era un hombre endiosado, sino que es el Verbo de Dios realmente encarnado. Estos son los presupuestos para entender bien la deificación, pues no es un hacernos como Dios, ya que esta es la tentación del Maligno siempre presente. La deificación entendida correctamente es la participación que hace Cristo de su naturaleza divina a nuestra naturaleza humana mediante su Encarnación[1]. Es participación de su divinidad, es una elevación de nuestra frágil condición humana a la santa condición divina, pero no es una igualdad de naturalezas. Siempre distará la abismal distancia entre Creador y criatura. El hecho de que nuestra persona humana permanece la misma creada y libre disipa toda tentación de panteísmo. Tampoco es un simbolismo, pues la naturaleza humana participa realmente en la vida misma del Padre comunicada eternamente a su Hijo y al Espíritu Santo.
La participación de la liturgia vivida no tiene graduación respecto a las personas. Es la misma para todos. Pues toda nuestra naturaleza y cuanto hace y recibe no pertenece a nosotros, sino a Cristo. Es una identificación entre Jesús y la humanidad de cada persona. La deificación repara la herida hecha en nuestra naturaleza por el pecado. De acuerdo al realismo con que vivamos nuestras celebraciones sacramentales así será nuestra transfiguración en Cristo que obrará el Espíritu Santo.
Este misterio tan majestuoso de la participación en la vida divina Dios lo ha revelado mediante etapas. En el Antiguo Testamento, mediante las figuras de la creación, promesa, éxodo y en el Nuevo Testamento mediante la Encarnación y la consumación escatológica Dios nos prepara para la Pascua deificante. El conocimiento del Misterio no es ya un saber, sino un evento que el Espíritu Santo realiza en la Liturgia celebrada y actúa al divinizarnos. Pero más importante que el conocer la historia de la salvación es vivir esa salvación ya obrada por Cristo. La Liturgia celebrada nos hace vivir la deificación en ciertos momentos; pero para vivirla a cada momento se debe de hacer vida la Liturgia. En definitiva, la Liturgia vivida no es otra cosa que la deificación del hombre.
La economía de la salvación culmina en Jesús con Pentecostés. La Liturgia vivida tiene precisamente allí su comienzo. Con el sello del Espíritu en nuestros corazones Dios nos ha ungido con la naturaleza divina. Dios encuentra en nosotros un ícono del Hijo Amado roto y desfigurado. Sin embargo, así como es nuestra naturaleza humana, tan simple y débil así mismo está llamada a ser sanada y elevada a la semejanza de su Hacedor. En otras palabras el Espíritu nos restaura con el fuego de su Amor.
La conclusión obvia es la garantía de que la deificación no destruye nuestra libertad ni nuestra naturaleza, sino que la eleva y transfigura. Además, nos da la certeza de vivimos en la comunión con la Trinidad.
[1] “El hombre se hace Dios en cuanto Dios se hace hombre”, San Máximo el Confesor (PG 91, 101C).
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